top of page

Primer día de clase en UNBOUND Sub-Mar

  • Diego Che
  • 11 jul 2016
  • 3 Min. de lectura

Era un viernes 19 de Junio, el transporte público como de costumbre, estaba retrasado. Desconocía la población a la que me enfrentaría esa noche, me invadían los nervios y miedos naturales de un primer día de clase en donde no tenía qué decir, no sabía qué hacer y mucho menos tenía una mascarilla color piel con sonrisa de oreja a oreja, que lograra ocultar mis prominentes mejillas rojo, tonalidad adquirida por la pena, la vergüenza, las ganas de devolverme a la comodidad de mi casa ubicada a tres horas de distancia en bus o entre diez y doce horas caminando. Con anterioridad, exactamente a las 4:45 pm del día 12 de junio, hablé con la coordinadora de la fundación UNBOUND Sub-MAR, que resguardaba un gran número de jóvenes, madres, padres, abuelos, repartidos entre cinco salones que no alcanzaban para abastecer tanta gente. En ese primer encuentro, al principio no pude relacionarme con alguien diferente al comité de coordinación compuesto por una chica de gafas grandes y cabello corto, dos muchachos de tez morena que vacilaban con las sillas y las almohadas, una señora de cabello largo sentada en un asiento de computadora inclinado a 137,8°, ángulo menor al sofá donde se hallaba un chiquillo hurgándose la nariz (con su dedo pulgar), en repetitivos movimientos circulares, volviéndose hipnótico por su constante ademán. Los grupos de ese día se encontraban en diferentes actividades; el grupo de jóvenes (mis futuros estudiantes) estaba realizando una carta y en mi introvertida observación, lejana por la ausencia de la mascarilla sonriente de oreja a oreja con tonos blancos que tapaba mis mejillas tonalidad rojo, noté que algunos jóvenes iban y venían a la oficina, haciendo de la acción una situación extrañamente repetitiva; por ejemplo: un chico se sentaba a escribir, regresaba a que lo corrigieran, se volvía a sentar para escribir lo corregido y volvía a ir para adquirir nuevas correcciones que lo regresarán a su asiento.

Dada la mala suerte, quizás la desventura de presentarme como voluntario practicante de un taller de cómic, lenguaje que había investigado y apropiado a lo largo de seis semestres dentro de la Universidad, descontando todo lo que pude procrastinar por la pereza y los malos hábitos de explayarme en el sofá, prender la televisión, navegar por el computador, escuchar música a todo volumen o dormirme en las clases; me angustió la inasistencia del tallerista de sexualidad y como ya era evidente, me tocó remplazar la clase sin tener nada preparado ese día. Por lo menos tuve el lujo de que me llamasen profe sin conocerme.

Indignado por mi obligatorio papel de tallerista inexperto, bajo mi temeroso distanciamiento con esta nueva población extrovertida y reconocida por todos sus miembros, me figuré en un rol de docente improvisado sin saber qué decir, cómo actuar, o peor, por dónde empezar. Hablé al grupo con voz temblorosa y enredada; siguiente a la presentación de todos, expuse una breve muestra sobre las imágenes de algunos cómics de mi interés. Los chicos estaban dispersos, por supuesto no atendieron a la descripción; me exasperé, busqué un cambio de actividad y decidí ponerlos a crear una pequeña historia libre que incorporara dibujos, relatos o lo que ellos quisieran hacer. Los chicos, para mi sorpresa y extraña impresión, siempre me estaban preguntando cómo debían hacer sus “libres historias” generando frases como: “No tengo inspiración, ¿qué tengo que hacer?, ¿Cómo debe ser la historia?, ¿Qué tanto de largo?, ¿Sobre qué debe tratar?” (Diario de Campo, Sesión Diagnóstico, p. 1)

Terminada la clase y reflexionando aquella experiencia fallida, me arrastré por una superficie no tan dura como la carretera, más bien gelatinosa, de color amarillo y rojo, repleto de personas aglomeradas, tragadas y vomitadas al mismo tiempo, por dos acordeones gigantescos que hace mucho perdieron su sonido. Sentí el llamado de una vocecita ronca y con cierta proyección gutural (quizás era el diablo), me aclaraba una especie de ilógica la cual, no sé aun si bendecirla o maldecirla, me condujo al riesgo de transitar por una experiencia del sin sentido, el disparate, lo absurdo, peor aún, un taller que promocionará el humor absurdo, buscando fortalecer un tipo de creación que no pude generar en esta primera clase.


D.CHE

 
 
 

Comentários


Featured Posts
Posts Recientes
Archivo
By Tags
bottom of page